Autoras, Crítica social, Crónica, Literatura, Mujeres, No-ficción, Periodismo, Reseñas, Salud mental, Social criticism

Los suicidas del fin del mundo. Crónica de un pueblo patagónico by Leila Guerriero

Apreciación Literaria


«Entonces supe. Esto era el Sur. 
El Sur del país
pero también del mundo.
El fondo, el confín,
el sitio del que todo queda lejos.
Y viceversa.
Muy viceversa.»

«Cuando en una comunidad como Las Heras los suicidios aumentan de forma tan alarmante, quiere decir que algo anda mal en el sistema. Y esta urbanopatía tiene como síntoma principal la pérdida del impulso vital. La gente de Las Heras quería que mágicamente les diéramos un manual para que empezaran a atender la línea. No había jerarquías, todos podían hacer cualquier cosa. Es gente hipercrítica que cuando uno los convoca, no están. Y más que una crítica, eso describe la urbanopatía. Es un sistema jodido que te deja expuesto, sin posibilidad de sostén. Hay un vacío, un dolor, y no hay sentido. Las personas que viven en un lugar como Las Heras están desprovistas de sentido. No hay un sentido de pertenencia. La gente no es de ahí, de esa tierra. Muchos vienen de otros sitios, y se habla del síndrome de la valija: la valija lista atrás de la puerta, para irse.»

Leila Guerriero, Los suicidas del fin del mundo. Crónica de un pueblo patagónico

Publicada en 2005 por @tusquetseditores. Leo este libro de Guerriero mientras escucho «Joven de América Latina busca trabajo no precario», de @elhilopodcast y tienen toda la concordancia de la existencia. Leo a Guerriero por primera vez allá por mi primer año en la facu, cuando empezaba a conocer nombres de periodistas que escribían diferente, que escriben cómo debe escribirse el periodismo: crudo, armonioso y objetivo. En su más sentido literario, sólo busco en una app de diarios del mundo, artículos y opiniones de Guerriero, Wiener y Meruane.

Así llego —tiempo después— a esta crónica gonza de Las Heras (ex Colonia Las Heras), un pueblo—ciudad que pertenece a Santa Cruz, departamento localizado en el fin del mundo en Argentina, cuya primera imagen que me da el buscador es una casa rústica y empobrecida abandonada en la nada o en medio del desierto. Hay mucho de qué hablar y analizar o investigar post lectura. Que las industrias despilfarran y gozan a costa de la salud mental como en Silicon Valley o Las Heras y tantos pueblos que el petróleo y la minería azotan. Guerriero muestra historias reales de una «ciudad satélite», donde la exclusión social y del sistema centralista de los Gobiernos arrasan con ese vacío más latente, que El Salvador tiene más conexión con Las Heras que la propia Buenos Aires o Mendoza.

Son trece los capítulos: I. El fin, II. Rumores de secta, III. El huérfano, IV. El hombre pintado, V. Las cuñadas, VI. Vida de peluquería, VII. Bañero, jinete, portero de noche, VIII. Yo fui ramera, IX. Los intentos, X. El funcionario, XI. Camino a casa, XII. Termina un día excepcional y XIII. El comienzo. Guerriero —a través de preguntas y entrevistas— cuya narración se va cediendo a modo de novela no ficcional, va desgranando la punta del iceberg de diversas problemáticas sociales entorno a la crisis de la salud mental, conjuntamente con oportunidades cada vez más escasas para jóvenes que ven un futuro incierto e inhóspito en una sociedad más capitalizada y asfixiante.

Información adicional de la lectura:

Entre 1997 y 1999, una oleada de suicidios conmovió a la pequeña localidad petrolera de Las Heras, situada prácticamente en medio de la nada y perteneciente a la provincia argentina de Santa Cruz, en la Patagonia. La mayoría de los suicidas tenían alrededor de veinticinco años y pertenecían a familias modestas, oriundas de la zona.

La periodista Leila Guerriero viajó a este desolado paraje patagónico, interrogó a los familiares y amigos de los suicidas, recorrió las mismas calles, siempre desiertas, y visitó cada rincón del pueblo. Entrevistó a los vecinos, preguntó a todo el que tenía una respuesta, una teoría que explicara el drama. El resultado es un relato descarnado que reconstruye los episodios trágicos de esos años al tiempo que pinta expresivamente la vida cotidiana de una comunidad alejada de las grandes ciudades.

Las Heras, con su alta cota de desempleo debida a las oscilaciones de la industria petrolera y a la falta de futuro para los jóvenes, plantea un enigma todavía no resuelto: los suicidios, como un destino funesto, se suceden todavía hoy. Los suicidas del fin del mundo es, pues, una crónica inquietante que se lee con la fascinación de una novela y con el horror que suscita una realidad marcada por la indiferencia de los no implicados, los prejuicios y el hastío.

Algunos destacados que han sucumbido a mis emociones y placer de lectora:

«Sé que no vi —ni entonces ni nunca— la pintada que alguien me había dicho que existía: «Las Heras, pueblo fantasma».

—Fíjate, apenas llegás lo primero que ves es eso.

No hacía falta. El pueblo era una obviedad. No había gente, ni jardines, ni ventanas abiertas, ni carteles con nombres de las calles. Los árboles parecían sobrevivientes de alguna cosa mala. Después supe que no había cine, ni Internet ni kioscos de revistas, y que cada tanto el viento cortaba los teléfonos, auspiciados por una cooperativa municipal porque hasta allí no llegan el largo brazo de la Telefónica ni las pretensiones francesas de Telecom.

El día era de sol y eso ayudaba, pero cuando bajé del ómnibus el viento me empujó, trastabillé y sentí un chirrido de arena entre los dientes. Alcé mi mochila y caminé hasta el hotel.»

«Entre marzo de 1997 y el último día de 1999 se suicidaron en Las Heras 12 hombres y mujeres. Once de ellos tenían una edad promedio de 25 años y eran habitantes emblemáticos de la ciudad, hijos de familias modestas pero tradicionales: el bañero, el mejor jinete de la provincia, el huérfano criado por sus tías y sus abuelos. La lista oficial de esos muertos no existe. Ni el Municipio ni el Hospital ni el Registro Civil creyeron necesario reconstruirla y entonces todos inventan: fueron 22 en menos de un año, fueron 19 en dos años y pico, fueron tres y la gente exagera. Pero los de 1997 ni siquiera fueron los primeros.»

«Honda consternación, trágica noticia, toda una vida por delante, pero nadie hizo nada. Nadie contabilizó. Nadie encendió luces de alarma. Nadie pensó que podía volver a suceder.»

«Entonces supe. Esto era el Sur. El Sur del país pero también del mundo. El fondo, el confín, el sitio del que todo queda lejos. Y viceversa. Muy viceversa.»

«Ser alguien era algo que querían ser muchos ahí en las Heras. Ser alguien, decían. Como si ellos, así, no fueran nadie, nada.»

«Yo no creo eso, para nada. Creo que cada uno tuvo su motivo y solo ellos saben. Lo que pasa es que acá para la juventud no hay nada. La noche es muy violenta. No es un buen lugar para vivir. No hay salida laboral más que el petróleo, y si quieren seguir estudiando hay que irse afuera, a Caleta, a Comodoro, y para eso hay que tener recursos.»

«Es raro este empeño, pensé. Allí donde la naturaleza renuncia y pone arbustos y unas piedras, el bicho humano se empeña en poner casas, escuelas, una plaza, e insiste en tener cría.»

«—Ahora estoy bien. Hace unos años pensé en irme a Itatí. Pero ahora ya no. Acá disfruto de todo. Hasta del viento disfruto. No es que me dé alegría, que sea algo placentero, pero el viento te da algo distinto, te demuestra que estás en un lugar específico. El viento es como el sinónimo que te hace acordar que no tenés la menor duda que estás en Las Heras. Vas a otro lugar y no te pasa lo que te pasa acá. Es algo particular. Si estás acá, tenés que amar el viento, reconocerlo y aceptarlo como algo cotidiano de Las Heras. Porque, ¿alguna vez viste un viento como este?
—No.
—¡Ves! El viento además se lleva todo.»

«Cuando en una comunidad como Las Heras los suicidios aumentan de forma tan alarmante, quiere decir que algo anda mal en el sistema. Y esta urbanopatía tiene como síntoma principal la pérdida del impulso vital. La gente de Las Heras quería que mágicamente les diéramos un manual para que empezaran a atender la línea. No había jerarquías, todos podían hacer cualquier cosa. Es gente hipercrítica que cuando uno los convoca, no están. Y más que una crítica, eso describe la urbanopatía. Es un sistema jodido que te deja expuesto, sin posibilidad de sostén. Hay un vacío, un dolor, y no hay sentido. Las personas que viven en un lugar como Las Heras están desprovistas de sentido. No hay un sentido de pertenencia. La gente no es de ahí, de esa tierra. Muchos vienen de otros sitios, y se habla del síndrome de la valija: la valija lista atrás de la puerta, para irse.»

«Afuera el viento seguía. Seguirá siempre, me dije. No hay quién lo pare.»


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